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lunes, 22 de agosto de 2022

"Los Cabitos"

MEMORIAS DE LIMA.
Especial, Día del Niño.
"Los Cabitos"
La Guerra del Pacífico trajo la imagen de niños héroes que ofrendaron su vida a la Patria, niños que sacrificaron sus juegos infantiles para ver a la Patria LIBRE de toda ignominia, niños entre los 13 y 16 años que provenían de los distintos colegios de Lima fueron el último escollo que tuvo que enfrentar el ejército invasor.
Casos como los de Manuel Bonilla y Néstor Batanero que defendieron la ciudad en la Batalla de Miraflores, teniendo en cuenta que el ejército chileno era de temer, no por su sagacidad en el combate, sino por su maledicencia al enfrentar al enemigo para el que siempre tenía una bala reservada para el "repase".
Para esta Batalla, fueron convocados los Reservistas, Contadores, Ingenieros y demás profesionales sumados al número de chiquillos que tomando un fusil en mal estado hicieron frente sin retroceder un milímetro, ahí, pertrechados en sus trincheras, apuntando directamente al enemigo y solo con el ánimo de no entregar la ciudad de sus juegos infantiles en manos del invasor.
Existe una leyenda que dice:
Un sargento de acerca a un niño de nombre Miguel y le dice:
Sargento: “es el que mató al teniente, cuál es tu último deseo gallo”.
Miguel: “Que me entierren junto con mi bandera”.
Que me entierren junto con mi Bandera, hermoso ejemplo que hoy no vemos en nuestros líderes que se pelean por un cuarto de pollo o por robar el cable.
Que el Espíritu y el Alma de estos jóvenes peruanos revivan en nuestros corazones.
La Avenida Aviación, Benavides, Tomás Marzano, confluyen en un óvalo que lleva por nombre "Los Cabitos" en honor a estos bravos y corajudos chiquillos.
En "el Día del Niño, no olvidemos a nuestros bravos Cabitos, que ofrendaron sus vidas por la defensa de su PATRIA.
(JAMEA)
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lunes, 4 de julio de 2022

La Batalla de la Rinconada

 MEMORIAS DE LIMA.

2 julio 2022

La Guerra.
La Batalla de la Rinconada
La Batalla de la Rinconada sucedió un 9 de enero de 1881, en lo que hoy es Molicentro, la agencia del Banco de Crédito y la Rinconada del Lago en La Molina. Los chilenos tenían que tomar una decisión, o bien atacaban al ejército peruano por la costa (San Juan y Chorrillos) bajo la tutela de los barcos que estaban bordeando las costas limeñas o la otra alternativa era darse la vuelta por el portachuelo de Manchay y entrar por lo que es ahora el distrito de La Molina, es decir por Rinconada, cercando la ciudad de frente por la zona de Ate; para probar como estaban las fuerzas peruanas en la Rinconada, enviaron un contingente de entre 2800 y 3000 efectivos chilenos para sondear la entrada por Lima que era una de las alternativas que tenían los chilenos. Los chilenos salieron de la zona de Pachacamac y Lurín, cruzaron todo, entraron por el portachuelo de Manchay, entraron a lo que se llama Pampa Grande y llegaron hasta la zona donde se encontraban las haciendas limeñas (en lo que ahora es el Molicentro).
En ese enfrentamiento, los que defendían Lima eran entre 200 o 300 peruanos frente a algo más de 2000 chilenos, esta batalla dura más o menos dos horas, donde se ve un valor increíble y una acción muy heroica de unas pequeñas fuerzas peruanas frente a un contingente enorme chileno. Chile se percata de que Perú esta desordenado, sin las armas debidas y que va a ser mucho más fácil de lo que pensaban, la ocupación de Lima.
Pedro José Roca y Boloña, dueño de la Hacienda Vásquez, ubicada en el Valle de Ate Bajo, a inmediaciones de “La Rinconada”, recibió despachos de Coronel de la Reserva y el mando del Batallón número 24 del Ejército de Reserva de Lima siendo uno de los primeros en acudir al alistamiento en masa que decretara el entonces Presidente de la República Don Nicolás de Piérola Villena el 17 de junio de 1880. A partir de ese momento, participó en los febriles preparativos para recibir e impartir instrucción militar, ya que el ataque enemigo a la ciudad de Lima era inevitable luego del combate de Angamos que diera a los chilenos el dominio absoluto del mar.
El 5 de enero, días antes de las decisivas batallas de San Juan y Miraflores, varias unidades de la escuadra chilena, la O’Higgins, la Toltén y la Santa Lucía, entre otras, cañonearon al pequeño puerto de Ancón, como preludio de un inminente desembarco. Roca y Boloña, al mando de sus hombres y con la débil pero eficaz ayuda de cuatro cañones, que no podían rivalizar con la poderosa artillería del enemigo, frustró la maniobra de los chilenos que pretendían convergir sobre Lima al mismo tiempo que por el norte y el sur.
El Coronel Roca y Boloña dispuso que la fuerza a su mando marchara hacia la hacienda de su propiedad – La Hacienda Vásquez- con el propósito de re aprovisionarse de alimentos y municiones para contener a un contingente enemigo de dos mil hombres, de las tres armas, al mando del Coronel Orozimbo Barbosa, que había partido de su campamento ubicado en Pachacamac nuevo.
Los chilenos siguieron el camino ancho y llano que hay en el fondo de la quebrada de Manchay, el cual se bifurca en dos senderos que pasan al pie de un pequeño cerro que obstruye su curso, lugar conocido como Portachuelo de Manchay. De allí, el camino volvía a tomar su ancho anterior y conducía a la Rinconada de Ate. En donde hoy se ubica la urbanización El Sol de la Molina, en lo que fuera la Hacienda Vásquez, el Coronel Pedro José Roca y Boloña, al mando del Batallón Pachacamac, trabó combate con los efectivos de Barboza que eran ampliamente superiores en número.
A las 7:45 a.m., del 9 de enero de 1881, se presentó la división Barboza por la Pampa Grande (donde hoy están las areneras, La Musa, la laguna de La Molina y La Planicie) y ante la tenaz resistencia peruana, optaron por retirarse a Lurín, perdiendo 25 soldados. De los nuestros cayeron un número similar de hombres entre los cuales se encontraban tres oficiales.
A la retaguardia estaba la batería del Cerro de Vásquez con piezas de grueso calibre. Además se contaba como obra defensiva con una línea de defensa tendida a 100 metros de la casa hacienda de La Rinconada, que cerraba todo el acceso al valle de Ate, pues estaba flanqueada a ambos lados por sólidas prominencias donde se planeaba instalar artillería y se usó al Batallón Pachacamac a falta de peones o unidades de ingeniería. La línea consistía de una zanja de 2 metros de ancho por 1 y medio de profundidad, y de un parapeto de sólida piedra de cantería ubicado un metro detrás de la zanja, capaz de cubrir completamente a los soldados. Más o menos seguiría una recta entre lo que hoy son el cementerio de La Planicie y el parque del cañón de La Rinconada.
Mientras tanto los chilenos ganaron sin oposición las alturas de la línea de defensa, flanqueándola por derecha e izquierda. Iniciaron el ataque con fuego de artillería, y posteriormente la caballería abrió fuego desde las alturas. La Batalla duró más de cinco horas y el Batallón Pachacamac, compuesto por 250 hombres, resistió por 2 horas hasta que a caballería flanqueó por el cerro de Melgarejo (o Huaquerone) y amenazó con caer por la espalda de la línea peruana, así que se optó por dar la orden de retirada. En esas circunstancias hizo su aparición la brigada de caballería del Comandante Millán Murga, que participó así en la última media hora de batalla. El enemigo se apoderó de la hacienda Melgarejo (actual sede central del Banco de Crédito del Perú) y propiedad de Don José de la Riva Agüero y Looz Corswaren, del cerro de la Hacienda la Molina (debe ser el que hoy divide los distritos de Surco y La Molina) y persiguió a los dispersos del Batallón Pachacamac y de los 50 hombres montados de la tercera brigada de caballería, operación en la que tomó varios prisioneros.
Un hecho anecdótico es la participación en la batalla del "batallón taurino", en el cual se soltó una estampida de toros contra los chilenos.
Fotos: Google Imágenes.
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martes, 14 de junio de 2022

Cabo Alfredo Maldonado Aroas, niño héroe de la Batalla de Arica

Moqueguanos.com

12 junio 2022

CABO ALFREDO MALDONADO ARIAS, NIÑO HÉROE DE LA BATALLA DE ARICA:
«VALE MÁS UN HIJO QUE MUERE CUMPLIENDO CON SU DEBER, QUE UNO QUE VIVE FALTANDO A ÉL».
Nació en Arica en el año 1864. Fue hijo de Santiago Maldonado, capataz de playeros, y de Micaela Arias, ambos naturales de Arica.
Era un adolescente de rasgos afroperuanos que, a la edad de 15 años, se enlistó como voluntario con el grado de Cabo de artillería al estallar la Guerra del Pacífico.
Se encontraba sirviendo en la plaza de Arica, cuando un 5 de junio de 1880, obtenía permiso de su jefe para ir al cercano valle de Azapa, adonde se hallaban refugiadas algunas familias de Arica, para despedirse de su madre. Al encontrarse con ella, esta le pidió que se quedara a su lado y no regresara, porque era evidente que la plaza estaba pérdida. Alfredo se arrodilló, besó el vientre de su madre, rogó le diera su bendición y se despidió de ella diciéndole: «Vale más un hijo que muere cumpliendo con su deber, que uno que vive faltando a él». Esa misma noche regresó a su puesto.
BATALLA DE ARICA
Combatió en la batalla de Arica (7 de junio de 1880), junto a su tío, el Sargento Nicanor Arias Campo Hermoso, como parte de la Guarnición del fuerte Ciudadela.
En los momentos finales de la lucha, cuando ya el fuerte había sido tomado por las tropas chilenas, mientras el Subteniente José Miguel Poblete del 3.º de Línea reemplazaba la bandera peruana por la chilena, el Cabo Alfredo Maldonado prendió fuego a la santabárbara, pereciendo en la explosión junto a sus compañeros que yacían heridos y los chilenos que se encontraban alrededor, entre ellos, Poblete.
Al momento de su inmolación tenía solo 16 años.
Concluido el combate y calmada la situación, las autoridades chilenas permitieron a los deudos recoger los restos de sus familiares. Lo que se encontró del cadáver de Maldonado (parte del tronco con la cabeza y un brazo) fue enterrado por su madre en la hondonada del fuerte, junto a los restos de otros combatientes peruanos.
Durante la ocupación chilena, 1880 a 1929, a este sitio iban en romería cada 7 de junio los colegiales peruanos de Arica, acompañados de sus maestros, como refería la educacionista ariqueña Matilde Rello en una carta al historiador Gerardo Vargas Hurtado en 1918.
Sus restos reposan en la Cripta de los Héroes en el cementerio Presbítero Maestro en Lima.
 
 Puede ser arte de 1 persona y texto que dice "M Toqueguanos"

 

martes, 7 de junio de 2022

La respuesta de Bolognesi. Tradiciones Peruanas de Ricardo Palma.

 

7 junio 2022
MEMORIAS DE LIMA.
Especial Batalla de Arica.
Bolognesi.
Tradiciones Peruanas de Ricardo Palma.
La respuesta de Bolognesi
I
Eran las primeras horas de la mañana del sábado 5 de junio de 1880.
Los rayos del tibio sol matinal caían sobre las paredes azules de una casita de modesta apariencia, situada en la falda del cerro de Arica y en dirección a la calle real del puerto.
Un soldado del batallón granaderos de Tacna, con el rifle al brazo, hacía su facción de centinela en la puerta de la casita.
Quien hubiera penetrado en la pieza principal, que mediría diez metros de largo por seis de ancho, habría visto por todo humildísimo mueblaje una tosca mesa de pino, obra reciente del carpintero del Manco Capac; unos pocos sillones desvencijados, y ana gran banca con pretensiones de sofá, trabajo del mismo escoplo y martillo. Al fondo y cerca de una ventana aún entornada había una de esas ligeras camas de campaña que para nosotros, sibaritas de la ciudad, sería lecho de Procusto, más que mueble de reposo para el fatigado cuerpo.
Sentado junto a la mesa en el menos estropeado de los sillones, y esgrimiendo el lápiz sobre un plano que delante tenía, hallábase aquella mañana un anciano de marcial y expansivo semblante, de pera y bigote canos, mirada audaz y frente despejada. Vestía pantalón de paño grana con cordoncillo de oro, paletot azul con botones de metal militarmente abrochado, y kepis con el distintivo de jefe que ejerce mando superior.
Era el coronel Francisco Bolognesi.
No nos proponemos escribir la biografía del noble mártir de Arica; pues por bellas que sean las páginas de su existencia, la solemne majestad de su último día las empequeñece y vulgariza. En su vida de cuartel y de salón vemos sólo al hombre que profesaba la religión del deber, al cumplido caballero, al soldado pundonoroso; pero sus postreros instantes nos deslumbran y admiran como las irradiaciones espléndidas de un sol que se hunde en la inmensidad del Océano.
II
Un capitán avanzó algunos pasos hacia la mesa, y cuadrándose militarmente dijo:
-Mi coronel, ha llegado el parlamento del enemigo.
-Que pase -contestó Bolognesi, y se puso de pie.
El oficial salió, y pocos segundos después entraba en la sala un gallardo jefe chileno que vestía uniforme de artillero. Era el sargento mayor don Cruz Salvo.
-Mis respetos, señor coronel -dijo, inclinándose cortésmente el parlamentario.
-Gracias, señor mayor. Dígnese usted tomar asiento.
Salvo ocupó el sillón que le cedía Bolognesi, y éste se sentó en el extremo del sofá vecino. Hubo algunos segundos de silencio que al fin rompió el parlamentario diciendo:
-Señor coronel, una división de seis mil hombres se encuentra casi a tiro de cañón de la plaza...
-Lo sé -interrumpió con voz tranquila el jefe peruano-; aquí somos mil seiscientos hombres decididos a salvar el honor de nuestras armas.
-Permita usted, señor coronel -continuó Salvo-, que le observe que el honor militar no impone sacrificio sin fruto; que la superioridad numérica de los nuestros es como de cuatro contra uno; que las mismas ordenanzas militares justifican en su caso una capitulación, y que estoy autorizado para decirlo, en nombre del general en jefe del ejército de Chile, que esa capitulación se hará en condiciones que tanto honren al vencido como al vencedor.
-Está bien, señor mayor -repuso Bolognesi sin alterar la impasibilidad de su acento-; pero estoy resuelto a quemar el último cartucho.
El parlamentario de Chile no pudo dominar su admiración por aquel soldado, encarnación del valor sereno, y que parecía fundido en el molde de los legendarios guerreros inmortalizados por el cantor de la Ilíada. Clavó en Bolognesi una mirada profunda, investigadora, como si dudase de que en esa alma de espartano temple cupiera resolución tan heroica. Bolognesi resistió con altivez la mirada del mayor Salvo, y éste, levantándose, dijo:
El coronel Bolognesi
-Lo siento, señor coronel. Mi misión ha terminado.
Bolognesi, acompañó hasta la puerta al parlamentario, y allí se cambiaron dos ceremoniosas cortesías. Al transponer el dintel volvió Salvo la cabeza, y dijo:
-Todavía hay tiempo para evitar una carnicería..., medítelo usted, coronel.
Un relámpago de cólera pasó por el espíritu del gobernador de la plaza, y con la nerviosa inflexión de voz del hombre que se cree ofendido de que lo consideren capaz de volverse atrás de lo una vez resuelto, contestó:
-Repita usted a su general que quemaré hasta el último cartucho8.
III
Minutos más tarde Bolognesi convocaba para una junta de guerra a los principales jefes que le estaban subordinados. En ella les presentó, sin exagerarlo, el sombrío y desesperante cuadro de actualidad, y después de informarlos sobre la misión del parlamentario, les indicó su decisión de quemar hasta el último cartucho, contando con que esta decisión sería también la de sus compañeros de armas.
El entusiasmo como el pánico han sido siempre una chispa eléctrica. La palabra desaliñada, franca, tranquila y resuelta del jefe de la plaza halló simpática resonancia en aquellos viriles corazones.
El hidalgo Joaquín Inclán y el intrépido Justo Arias, dos viejos coroneles en quienes el hielo de los años no había alcanzado a enfriar el calor de la sangre; el tan caballeresco como infortunado Guillermo More; el circunspecto jefe de detall Mariano Bustamante, y el impetuoso comandante Ramón Zavala, fueron los primeros, por ser también los de mayor categoría militar, en exclamar:
«¡Combatiremos hasta morir!».
Y la exclamación de ellos fue repetida por todos los jefes jóvenes, como los dos hermanos Cornejo, Ricardo O'Donovan, Armando Blondel, casi un niño, con la energía de un Alcides, y el denodado Alfonso Ugarte, gentil mancebo que en la hora del sacrificio y perdida toda esperanza de victoria clavó el acicate en los flancos del fogoso corcel que montaba, precipitándose caballo y caballero desde la eminencia del Morro en la inmensidad del mar. ¡Para tan gran corazón, sepulcro tan inconmensurable!
Y todos, Inclán, Arias, More, Zavala, Bustamante, los Cornejo, O'Donovan y Blondel, en la tan sangrienta como gloriosa hecatombe de Arica, hecatombe que mi pluma rehúsa describir porque se reconoce impotente para pintar cuadro de tan indescriptible grandeza, todos, a la vez que Francisco Bolognesi, cayeron cadáveres mirando de frente el pabellón de la patria y balbuceando en su última agonía el nombre querido del Perú.
IV
La única satisfacción que nos queda a los que sabemos aquilatar el valor de las almas heroicas, es ver cómo los pueblos convierten en objeto de su cariño entusiasta, dándoles con el transcurso de los años proporciones gigantescas, a los hombres que supieron llevar hasta el sacrificio y el martirio el cumplimiento del deber patriótico.
Manifestaciones espontáneas del sentimiento público, que se extienden más allá de la tumba, nos revelan que la superioridad se impone de tal modo, que cuando se abate para siempre una existencia como la de Francisco Bolognesi, el espíritu que se desprende del cuerpo inerte es imán que atrae y cautiva el amor y el respeto de generaciones sin fin.
El coronel Bolognesi fue uno de esos hombres excepcionales, que llegan a una edad avanzada con el corazón siempre joven y capaz de apasionarse por todo lo noble, generoso y grande. Su gloriosa muerte es un ideal moral que vive y le sobrevivirá al través de los siglos, para alentarnos con el recuerdo de su abnegación heroica de patricio y de soldado.
Nosotros conocimos y tratamos a Bolognesi ya en la nebulosa tarde de su existencia; pero para nuestros hijos, para los hombres del mañana, que no alcanzaron la buena suerte de estrechar entre sus manos la encallecida y vigorosa diestra del valiente patriota, su nombre resonará con la pudorosa vibración del astro que se rompe en mil pedazos.
De nadie como de Francisco Bolognesi pudo decir un poeta:
«Si tu afán era subir
y alzarte hasta el infinito
ansiando dejar escrito
tu nombre en el porvenir,
bien puedes en paz dormir,
bajo tu sepulcro, inerte,
mientras que la patria, al verte,
declara enorgullecida
que si fue hermosa tu vida
fue más hermosa tu muerte».
Este artículo motivó otro en la prensa chilena, al cual dio el tradicionista la contestación que sigue:
Respuesta a una rectificación
El señor coronel del ejército chileno don D. J. de la Cruz Salvo ha tenido a bien publicar en El Mercurio de Valparaíso un artículo rectificatorio del que escribí en el folleto que el 28 de julio dio a luz la Sociedad Administradora da la exposición. Estimando los corteses elogios con que me favorece el señor Salvo, paso a contestarle, sin propósito, se entiende, de sostener polémica; que para ella, ni las múltiples atenciones que el servicio de la Biblioteca Nacional me impone, ni lo decaído de mi salud me dejan campo.
Entre la narración que hace el señor Salvo de la conferencia de Arica y la que yo hice, no hay otra diferencia sino la de que aquélla es larga y minuciosa, y la mía lacónica o sintética, como cuadraba a la índole literaria de mi trabajo. No veo, pues, el objeto de la rectificación en esa parte. Con distintas palabras, en el fondo, el señor Salvo y yo hemos escrito lo mismo.
Pasemos al único punto serio.
Niega el señor Salvo que en la respuesta dada por el coronel Bolognesi al —jefe parlamentario hubiera habido la frase quemaré hasta el último cartucho. Muertos en el combate casi todos los jefes peruanos que asistieron a la junta de guerra, con excepción de los comandantes Roque Sanz Peña, Marcelino Varela y Manuel C. de la Torre, apelo al testimonio de éstos. El comandante Sanz Peña la ha consignado en el brillante artículo que ha poco publicó en Buenos Aires.
Por el mes de junio de 1880, toda la prensa del Perú y de Chile se ocupó de la histórica frase. Recientes estaban los hechos, y aquella era la oportunidad en que el señor Salvo, tan celoso hoy, a los cinco años de la conferencia, por salvar la verdad histórica, debió haber escrito la rectificación que mi pobre artículo le ha inspirado.
En cuanto al calificativo de vulgares que el señor coronel Salvo da a las palabras del inmortal batallador del Morro de Arica, permítame que le niegue competencia para tan decisivo fallo. Así como las obras del espíritu se juzgan sólo con el espíritu, así los arranques del patriotismo se aprecian con el corazón y no con la cabeza: se sienten y no se discuten. En la proclama de Nelson, en Trafalgar -«la Inglaterra espera que todo buen inglés cumplirá con su deber»- no puede caber más llaneza. El famoso -¡Qu'il mourut!- de Corneille, en los Horacios, es una exclamación de encantadora sencillez. En un soldado de la educación de Bolognesi, nada más natural y espontáneo que su respuesta: quemaré hasta el último cartucho.
Y a propósito, y por vía de ampliación, quiero terminar refrescando la memoria del señor coronel Salvo, con la copia de unas pocas líneas de la página 1125, tomo III de la Historia de la guerra del Pacífico, por Benjamín Vicuña Mackenna, volumen impreso en Chile a fines de 1881.
Dice así el historiador chileno:
«Llegado el parlamentario a la presencia del jefe de la plaza, la conferencia fue breve, digna y casi solemne de una y otra parte.
Entablose el siguiente diálogo, que conservamos en el papel desde una época muy inmediata a su verificación, y que, por esto mismo, fielmente copiamos: -Lo oigo a usted, señor -dijo Bolognesi con voz completamente tranquila. -Señor -contestó Salvo-, el general en jefe del ejército de Chile, deseoso de evitar derramamiento inútil de sangre, después de vencido en Tacna el grueso del ejército aliado, me envía a pedir la rendición de esta plaza, cuyos recursos, en hombres, víveres y municiones, conoce. -Tengo deberes sagrados y los cumpliré quemando el último cartucho. -Entonces está cumplida mi misión -dijo el parlamentario levantándose, etc., etc.».
En la página 1127 pone el señor Vicuña Mackenna una que, a la letra, dice: «la intimación de Arica me fue referida por el mayor Salvo a los pocos días de su llegada a Santiago, en junio de 1880, conduciendo en el Itata a los prisioneros de Tacna y del Morro, y la hemos conservado con toda la fidelidad de un calco».
Ya verá el señor coronel Salvo que yo no he escrito un romance, ni dado pábulo a mi fecunda imaginación, como tiene la amabilidad de afirmarlo en su artículo rectificatorio. Si Bolognesi no pronunció la vulgaridad de quemaré el último cartucho en tal caso, ateniéndonos a Vicuña Mackenna y desdeñando otros informes y documentos oficiales, sería el mismo coronel Salvo, y no yo, el inventor de esa (para mí y para el sentimiento patriótico de los peruanos) bellísima y épica vulgaridad.
Ricardo Palma
Lima, septiembre 18 de 1885
La respuesta de Bolognesi a Salvo.
Memorias de Lima.
Sitio web de sociedad y cultura
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7 junio 2022
 
MEMORIAS DE LIMA.
Especial, Batalla de Arica.
LA HISTORIA DEL MONUMENTO A FRANCISCO BOLOGNESI
En 1899, una "Patriótica Asamblea Bolognesi" presidida por el Dr. José Vícente Oyague Soyer, lanzó la iniciativa de hacer un monumento a Francisco Bolognesi. Se inició una colecta en todo el país a fin de recaudar los fondos para la nueva construcción, que fue llevada a cabo por la "Liga de Defensa Nacional".
El 3 de noviembre de 1899 el Congreso aprobó la ley para la construcción del monumento, su ejecución le fue encargada al Concejo Provincial de Lima. Años más tarde, el 1 de marzo de 1901, el Estado cede al Municipio de Lima un área de terreno para la construcción del monumento. Este sería el origen de la plaza Bolognesi, que uniría las avenidas Piérola o Magdalena (hoy Av. Brasil), el Paseo Colón, la Av. Alfonso Ugarte y la Av. Breña (hoy Av. Arica).
Se convocó a un concurso internacional donde se presentaron 153 proyectos; participaron artistas españoles, franceses e italianos. El concurso, que se desarrolló entre el 22 de mayo de 1901 y el 31 de mayo de 1902, tuvo como ganador al artista catalán Agustín Querol (1860 - 1909), quien había realizado esculturas en otros países como España, Filipinas, Cuba y Argentina.
La primera piedra fue colocada el 29 de julio de 1902 con la asistencia del Presidente de la República, Eduardo López de Romaña, los Ministros de Estado, delegaciones diplomáticas, miembros de las fuerzas armadas, además de miles de ciudadanos.
El monumento fue construido con un costo de 130 mil soles. Fue fundido en los talleres de "Artística Marriera y Campiens" de Barcelona. En 1903, la primera parte del monumento llegó al Callao en el vapor Denderah de la compañía alemana Kosmos. La construcción de la base estuvo a cargo del arquitecto Maximiliano Doig y, el ingeniero Enrique E. Silgado, se encargó de la supervisión de la obra.
Querol hizo un proyecto muy ambicioso que lo terminó en 1905, estaba hecho en mármol, bronce y granito a un costo de 120 mil soles. La estatua que Agustín Querol había realizado consistía "de una figura de Bolognesi herido mortalmente y por desplomarse.
Con la mano izquierda crispada sobre el corazón, sostenía la bandera, mientras el brazo derecho estaba inerte llevando en la mano un revólver".
El día de la inauguración del monumento, el 5 de noviembre de 1905, todo el Paseo Colón incluido sus edificios estuvo adornado de luces eléctricas y guirnaldas; la ceremonia fue presidida por el Presidente de la República, José Pardo y Barreda; el Alcalde de Lima, el Dr. Federico Elguera y estuvo también presente el Dr. José Vícente Oyague Soyer. Fue invitado de manera especial el militar, político y escritor argentino, Roque Sáenz Peña, combatiente en Arica. A la ceremonia asistieron sobrevivientes de la guerra, bandas de músicos y aproximadamente cincuenta mil espectadores.
El escritor Manuel González Prada fue su más severo crítico pues la escultura mostraba a un Bolognesi "aferrado a un asta de bandera en el mismo momento en que era abatido en la Batalla de Arica", pero pese a las críticas ninguno de los sucesivos gobiernos se atrevió a hacer los cambios. Sin embargo, no fue sino hasta 1954, durante el gobierno del general Manuel A. Odría, cuyo segundo vicepresidente era Federico Bolognesi Bolognesi, nieto del héroe, que se hizo una nueva escultura. En mayo de ese año, se le encargó hacer el trabajo al escultor peruano Artemio Ocaña, con un costo de 200,000 soles. Según las autoridades de entonces, era necesario el cambio pues en la escultura de Querol "el héroe parecía borracho". En la obra de bronce de seis metros fueron utilizadas tres toneladas de casquillos de proyectiles de artillería. Esta vez la estatua mostraba a un Bolognesi "triunfante y con una bandera en una mano en alto mientras la otra empuña un revólver".
Las críticas no tardaron nuevamente en llegar, muchos consideraban que la escultura de Querol era una hermosa obra de arte y había sido retirada de una manera arbitraria, por decisión de una dictadura para reemplazarla por una de menor calidad. Una de estas críticas venía del entonces joven periodista Mario Vargas Llosa, quien calificó a la nueva obra como un "grotesco monigote".
Finalmente, la inauguración de la nueva estatua de Bolognesi se llevó a cabo el 7 de junio de 1954.
Con referencia a la estatua Basadre menciona: "El problema que ella plantea puede dar lugar a innumerables discusiones.
Primeramente, si la obra de un artista puede ser rectificada después de varios años. Además, si los reparos al monumento de Querol estaban circunscritos a la estatua central. Y por último, si la obra de Ocaña es un acierto."
La escultura de Querol se conserva actualmente en la Fortaleza del Real Felipe.
LA PLAZA
Los bordes de la plaza están formados por manzanas de corte radial. El monumento hoy está descuidado. Sus edificios - de estilo republicano, originalmente pintados de celeste - lucen hacinados y bastante deteriorados.
Bibliografía:
Historia de la República del Perú, de Jorge Basadre.
Leguía, el Centenario y sus monumentos Lima: 1919 - 1930, de Johanna Hamann Mazuré
Rincón de la Historia Peruana / historiadelperu.blodspot
 
FOTO 1: Monumento en su antigua ubicación.
FOTO 2: Monumento en el Real Felipe.
 
 
 

miércoles, 25 de mayo de 2022

Niños Héroes

 Fuente: Memorias de Lima
Niños Héroes.
El niño más veloz del Reducto Número 3.
No te preocupes, muchacho, el enemigo no llegará hasta Miraflores; en San Juan nuestro ejército detendrá a los chilenos, que recibirán castigo por habernos arrastrado hasta aquí. Todos sabemos lo que tenemos que hacer, y nadie defraudará al Perú, me dijo un muchacho de apenas diecisiete años, afanado en limpiar su fusil.
La línea de defensa de San Juan ya se había establecido. Muchos jóvenes y niños como yo fuimos reclutados y convencidos de servir a la patria. Debo admitir que tengo miedo, pero algunos compañeros aquí en el reducto tratan de mantenerme en mejor ánimo, haciéndome una broma o escondiendo mi quepis entre sus uniformes. Pese a la tensión por lo que podía pasar en San Juan, aquí en Miraflores todo estaba tranquilo.
Nuestro comandante, el señor Narciso de la Colina, se preocupaba por cada uno de nosotros. Sin saberlo, se había convertido en un padre para todos, compartiendo buenos momentos con el batallón y también regalándonos las frutas que le traían las amables mujeres de la guerra. Recuerdo que Narciso, como quería siempre que lo llamáramos, me invitaba por las noches a un rinconcito de nuestra posición para ofrecerme un pan de chocolate. Cada vez que me llamaba, casi calladito, yo ya sabía de qué se trataba. Al principio pensaba que era para darme un arma, el arma que yo deseaba para pelear, pero nunca fue así. Siempre me pasaba la voz y me decía:
¡Muchacho, ven y toma este delicioso pan! Jamás había probado un pan de chocolate. Tenía un sabor tan especial. Con razón el señor Narciso sonreía cada vez que lo comía. ¿Cuándo me dará un fusil?, recuerdo que le pregunté en una de mis tantas pláticas con él. Si te doy un fusil, ¿matarás a un chileno?, me preguntó. ¡Mataré a dos, señor!, le respondí poniéndome de pie, haciendo todo el ruido posible. ¿Y por qué te debería dar un fusil a ti, si se lo puedo dar a otro que pueda matar tres chilenos? Lo tomé con tristeza, porque lo que más quería era ayudar en la defensa.
No necesitas un fusil para resistir aquí, he visto lo rápido que corres, así que te daré estas municiones para que, llegado el momento, las distribuyas entre el batallón. Sé que vienes del colegio Guadalupe, como muchos otros aquí. Tienes mucho entusiasmo, muchacho, pero no eres un soldado, me dijo mientras me regalaba el último pedazo de ese pan de chocolate.
Narciso se levantó de la incómoda piedra donde estaba sentado, y cuando se alejaba de mí le grité: ¡Usted tampoco es un soldado, señor! El comandante detuvo su andar, volteó a verme y con una fugaz sonrisa me respondió: ¡Aquí nadie lo es!, y me dio la espalda sin decir más.
Estaba algo molesto con mi comandante. Mis compañeros del Batallón N.º 6 se reunían alrededor de las fogatas por las noches y contaban graciosas anécdotas, mientras que yo guardaba silencio, acostado en un rincón, mirando el cielo despejado. Todas las noches me quedaba observando las estrellas. No lo quise contar a nadie, pero una de esas noches lloré. Esa fue la última vez que pude vivir una pena tan grande. Lo que vino después fueron constantes pruebas de valor.
Muy temprano en la mañana del 13 de enero de 1881, fui despertado abruptamente por un bramido de cañón tan fuerte que pensé que el enemigo ya había llegado hasta aquí. Me asusté tanto que comencé a repartir las municiones entre mis compañeros sin recibir orden alguna. Cajas y cajas de municiones se me cayeron por los nervios. ¡Cálmate, muchacho!, y mira a lo lejos, me dijo uno del regimiento, la Batalla de San Juan acaba de empezar.
Era increíble cómo los cañonazos se podían escuchar a pesar de que la batalla se libraba a kilómetros de Miraflores. Por un momento me parecía escuchar hasta gritos de desesperación.
Algunos de mis compañeros daban vivas al Perú, otros por el miedo se guarecían dentro del reducto a esperar que ese ruido se callase y no siguiera cobrando vidas.
Nuestro comandante tuvo que pedir tranquilidad y esperar el resultado. Nadie podía presagiar el destino de esa contienda. Entre tanto alboroto, algunos de los nuestros arengaban. Escuché que no había nada que temer, pues los Bolognesi estaban en San Juan. Al pensar en eso recordé a un amigo que hacía poco había conocido, de mi misma edad, trece, pero decía que era el niño más rápido, algo que yo no estaba dispuesto a permitir, porque, probadamente, el más rápido era yo. Nos prometimos que acabada esta lucha nos volveríamos a ver para saber quién era más veloz que el viento.
Antes de subir al tren que lo llevaría a Chorrillos, este buen amigo no dudó en desearme suerte. ¡Nos vemos!, recuerdo que le dije, palabras que el destino me negó, porque esa fue la última vez que lo vi. Néstor Batanero era el niño que me había retado.
Con el pasar de las horas comenzamos a recibir noticias de San Juan. Se corría la voz de que estábamos ganando, y que el enemigo se retiraba a Lurín. Muchos nos abrazábamos. ¡Pronto se acabará la guerra!, decía un padre de familia. ¡Al fin regresaré a casa!, no dejaba de repetir.
¡Viva el Perú!, podía escucharse. La valentía de los nuestros estaba al límite hasta que llegó la densa humareda con olor a munición y pólvora que provenía de San Juan. Al paso de algunas horas pocos mantenían el espíritu. La llegada de los primeros heridos comenzaba a aterrarme. Sabíamos que vendrían, pero otra cosa era verlos mutilados y agonizantes. Muchos no resistían, y llegaban muertos a nuestros reductos.
Uno de los heridos dijo que la línea se rompió muy rápido, y que casi nada se pudo hacer para evitarlo. Otro nos acusaba de culpables por no socorrerlos. ¡Dónde estaban!, nos decía, y cada vez que llegaba un herido a nuestra línea culpándonos del desastre, solo atinábamos a mirar a nuestro comandante, Narciso de la Colina, notoriamente triste, pero firme en su puesto.
Los heridos que la tarde trajo confirmaron el desastre. La lucha se había concentrado en el Morro Solar. La densa humareda que cubría sus alturas nos lo confirmaba.
Los sobrevivientes de San Juan pedían a los comandantes de los tantos reductos miraflorinos que les permitieran combatir cuando el enemigo llegara. Terminé de entender que la guerra nos tocaría a nosotros. Ahora seríamos los civiles quienes tendríamos el peso de la guerra.
La noche del 13 de enero fue terrible. Desde nuestras posiciones podíamos ver incendios en Chorrillos. Sabía que en el balneario había civiles, y los llantos desgarradores, a lo lejos, no se hicieron esperar.
Nadie pudo dormir, era cuestión de horas para verle la cara al invasor. Muchos recordaban a sus esposas, hermanas y madres, otros se abrazaban en una postrera oración. Solo Barranco nos separaba de los chilenos; ya nadie podía salvarnos. La patria observaba. No podíamos defraudar.
Agotado, miraba las cajas de municiones del fusil Peabody Martini que pronto usaríamos. Espero que todas estas balas den a parar al enemigo, pensaba. De mí dependía que mis compañeros siguieran disparando. Me juré repartir todas estas cajitas; nadie del Batallón n.º 6 podía quedarse sin disparar.
A la mañana siguiente, fuertes arengas levantaron de inmediato al batallón. Un Bolognesi había llegado a los reductos, y rápidamente se corrió la voz de que, pese a sus heridas, combatiría. Era Enrique, quien se puso a disposición como un soldado más. Ver a ese muchacho levantar la bandera peruana fue un buen remedio para darle cara a la muerte.
Recuerdo que se nos mandó a derribar algunos árboles para restar resguardo al enemigo. Una pequeña calma se había establecido mientras que el humo consumía las últimas casas de Barranco y Chorrillos. Fue entonces cuando nuestro comandante nos reunió y dijo: En cualquier momento entraremos en batalla, y ustedes serán los que decidan la suerte de Lima. No somos soldados, somos civiles, pero que eso no merme valor para exponer la vida. Un militar lucha para vencer, ¡nosotros lucharemos para vivir! El Perú nos observa, que sienta que aquí ni una bandera se repliega. Jóvenes… ¡Viva el Perú!
Nuestra arenga fue tan fuerte que los demás reductos se nos unieron en el reclamo. Chile estaba en Barranco. Que supiera que aquí en Miraflores estábamos listos, ¡que aquí estaban los civiles!
Sentí cómo la sangre quemaba mis venas. Ver la bandera ondear me dio el impulso para gritar con todas mis fuerzas: ¡Viva el Perú, carajo!
Era 15 de enero cuando la frágil tranquilidad se rompió y por primera vez le vimos el rostro al enemigo. Se nos comunicó que el presidente Piérola estaba en no sé qué tratos con diplomáticos, cuando por la tarde, siendo las dos y media, llovió fuego.
Las primeras balas cayeron sobre nuestro improvisado reducto.
Parecía que resistiría bien; su impacto se perdía entre las entrañas de nuestro fortín. Comencé a correr para repartir mis cajitas.
¡Apúrate, muchacho!, me decían mis compañeros al recibir las municiones. Parecía que todo iba bien, y que nuestros reductos resistirían, hasta que llegaron las pavorosas explosiones. Eran estallidos que levantaban la tierra, haciendo volar grandes trozos de piedra y esquirlas, que segaban vidas y mutilaban extremidades.
Entonces supe que podía estar viviendo mis últimos momentos.
¡No se detengan!, nos animaba Narciso de la Colina, ¡vamos, pequeño!, continúa, me dijo con una sonrisa. Era el impulso que yo necesitaba. El aliento me duró toda el tiempo de esa batalla. Cáceres se hizo presente en nuestra posición. ¡Eso es, muchachos! ¡Ya casi termina, un poco más!, gritaba. Sabíamos que no podía ser verdad, pero verlo y escuchar su voz fue un rayo de esperanza.
Corría por todos lados repartiendo municiones. Cuando veía que alguien se escondía, sabía muy bien que no era por cobardía, sino porque le faltaban balas. Las explosiones eran tan fuertes que poco o nada podía escuchar las indicaciones que me daban, yo solo corría tan rápido como mis piernas lo permitían, y cuando a duras penas escuchaba mi nombre, corría más rápido aún, esquivando las balas, que mataban de todos lados.
En un momento, una fuerte explosión, seguida de una ráfaga, hizo caer a nuestro comandante, el buen Narciso, que tendido en el suelo intentaba ponerse de pie, pero la sangre derramada le restaba la poca fuerza que le quedaba. Me acerqué presuroso, lleno de angustia. Me tomó de la cabeza y me dijo: Yo ya cumplí, muchacho. ¡Te toca a ti, tú eres el Perú ahora! Mi comandante, el amigo constante del delicioso pan de chocolate, nos había dejado dándonos su última orden. Muchos compañeros, entre lágrimas y sollozos, siguieron disparando. En ese momento decidí tomar un fusil, lleno de polvo, que reposaba sobre el suelo, pero pesaba demasiado, no podía sostenerlo por mucho tiempo. No me importó. Rápidamente rompí una de mis tantas cajitas con balas, decidido a cargarlo. Cuando estuvo listo, un fuerte ruido me hizo caer el piso, de inmediato bañado con mi sangre. ¡Dios mío, voy a morir!, me dije. El impacto de la bala quemó mi cuerpo. Cuando intenté llevar mi mano a mi herida, otro ruido mucho más fuerte rompió mis tímpanos y destrozó mi cuerpo.
Nunca supe si ganamos la guerra, nunca me dijeron si Lima resistió, tan solo que Miraflores fue la última resistencia de la capital, el bastión definitivo de jóvenes y niños que, como yo, vinieron aquí para no defraudar al Perú. Aunque hoy esté muerto, resuenan todavía dentro de mí, en el Reducto N.º 3, las voces de mis compañeros: ¡Vamos, Manuel Bonilla, corre por el Perú!
Fuente: Instituto de Estudios Históricos del Pacífico.
 
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lunes, 23 de mayo de 2022

LAS RABONAS QUECHUAS AYMARAS DE TACNA Y ARICA EN LA GUERRA DEL PACÍFICO.

 Fuente: Fotos antiguas del Perú y el mundo
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LAS RABONAS QUECHUAS AYMARAS DE TACNA Y ARICA EN LA GUERRA DEL PACÍFICO.
Muchos de los soldados de los ejércitos aliados (peruanos y bolivianos) eran quechua hablantes, luchaban por un país que ni siquiera sabían que existían.
verdaderos héroes y heroínas, anónimos
“Cuando ascendía a la cuesta, era verdaderamente conmovedor el espectáculo que ofrecían unas 300 o 500 rabonas, descendiendo hacia Tacna con sus hijos a la espalda, sus ollas de comida en la mano, las lágrimas en los ojos y una queja dolorida en los labios”
Carta sobre la batalla de Tacna escrito por el argentino Florencio del Mármol.
“Se permite a las mujeres de los reclutas, llamadas rabonas, seguir a los regimientos en que sirven sus maridos. No reciben ración sino que se alimentan con parte de la que toca a sus cónyuges. Estas fieles y sufridas criaturas siguen a los ejércitos en sus largas y fatigosas marchas, llevando las mochilas y utensilios de cocina, carga que a veces agrava el peso de un niño de pecho. No bien se hace alto, la rabona se afana en preparar el alimento de su marido, que por lo común, tiene ya dispuesto al romperse las filas. En el combate se le ve atendiendo a los heridos, satisfaciendo sus necesidades y mitigando el sufrimiento de la sed intensa. El agua es escasísimo y precioso elemento en los arenales del Perú, más la rabona casi siempre se ingenia para tener con que humedecer los labios del herido. Otras veces, puede vérsela buscando el yacente cadáver de su amado e imprimiendo en sus labios el último beso, indiferente a las balas que silban en su derredor”
Fragmento de la obra: La guerra entre Perú y Chile de Clements R. Markham.

 

 Fuente: Trazos históricos del Perú


21 DE MAYO DE 1879 – MUERE EN EL COMBATE NAVAL DE IQUIQUE EL TENIENTE SEGUNDO MGP JORGE ENRIQUE VELARDE CASTAÑEDA, PRIMER HÉROE NAVAL PERUANO DE LA GUERRA DEL PACÍFICO.
Nació en Lima en 1856. Sus padres fueron los arequipeños don Melchor Velarde Echevarría y doña Francisca Castañeda Hernández.
Había ingresado a los 15 años a la Escuela Naval del Perú. Habiendo concluido sus estudios en el vapor “Marañón” donde funcionaba la Escuela Naval. Hacía poco más de cuatro años que había recibido su título de Guardiamarina y en abril de 1875 embarcó en la fragata “Independencia”. Estando en este buque en 1876 se le concedió una licencia para hacer un viaje rumbo a Europa en la fragata inglesa “Oracle” lo que le significó una importante experiencia.
De regreso al Perú fue ascendido a la clase de Alférez. Tras otra travesía por las Islas Marquesas, Tahití y San Francisco, a bordo de la nave francesa “Magacienne”, fue ascendido por el brillo de sus méritos al rango de Teniente 2º.
Pero en 1879 Velarde enfermó de tuberculosis y fue trasladado a Jauja para intentar su restablecimiento. Estando en esa ciudad, Chile empezó su ofensiva en contra del Perú. Velarde, sin haber sanado del todo, regresó a Lima y fue destacado de inmediato al “Huáscar” como oficial de órdenes y derrota.
Teniente Segundo de la Armada Peruana. Se desempeñó como oficial de señales de cubierta en el Monitor “Huáscar”, bajo el mando del Capitán de Navío Miguel Grau durante la Guerra del Pacífico.
El 21 de mayo de 1879, en mar territorial peruano, frente a la ciudad y puerto peruano de Iquique, el “Huáscar” enfrentó a la “Esmeralda” y espoloneó a la nave enemiga. Como consecuencia del choque de las naves, el Capitán de Navío chileno Arturo Prat Chacón cayó sobre la cubierta del “Huáscar”. En circunstancias en que la oficialidad del buque peruano estaba empeñada en la dirección del combate, la presencia de Prat fue inicialmente inadvertida. Por ese motivo, el invasor chileno pudo dirigirse al torreón del comandante donde hirió mortalmente de tres balazos al Teniente Segundo de la Marina Peruana Jorge Enrique Velarde Castañeda. Intentaba hacer lo mismo con Miguel Grau, cuando un valeroso marinero del “Huáscar” le impidió el paso disparándole un tiro de fusil a la frente. Fue así como murió Arturo Prat Chacón.
El oficial de señales, Teniente 2º don Jorge Velarde, que estaba cerca de la torre del comandante, había recibió tres balazos, uno en la pierna derecha, otro en el brazo y el tercero en los pulmones.
Se le condujo en brazos de sus compañeros, quienes lo estimaban en alto grado, al hospital de sangre, que estaba en la segunda cámara, donde los médicos agotaron los recursos de la ciencia para salvarlo, pero todo fue inútil. Duró más de dos horas.
Hubo un instante que después de curársele las heridas exclamó: “¿Se han hundido ya esos miserables?” y al contestársele que faltaba poco, agregó: “Déjenme ir a mi puesto, al lado del Comandante; ¡ya estoy bueno para combatir a esos cobardes!”.
El Comandante Miguel Grau estimaba tanto Jorge Enrique Velarde, que no se le comunicó nada sino mucho después que había muerto.
De él dijo Miguel Grau en el Parte del comandante del Huáscar al Director de Guerra y Director de Marina, al ancla en Iquique, mayo 23 de 1879:
"No puedo prescindir de llamar la atención de V.E. hacia la sensible pérdida del Teniente 2º graduado don Jorge Velarde, para significar el notable comportamiento y arrojo con que este oficial conservó su puesto en la cubierta al pie del pabellón, hasta ser víctima de su valor y serenidad”
El Teniente Segundo MGP Jorge Enrique Velarde Castañeda era un marino joven, inteligente, laborioso y digno. Fue la única baja peruana en este combate, y el primer héroe naval peruano de la Guerra del Pacífico, tenía 23 años al momento de su muerte.
Paz en su tumba, y derramemos una lágrima a su memoria.

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