Fuente: Memorias de Lima
Niños Héroes.
El niño más veloz del Reducto Número 3.
No te preocupes, muchacho, el enemigo no llegará hasta Miraflores; en San Juan nuestro ejército detendrá a los chilenos, que recibirán castigo por habernos arrastrado hasta aquí. Todos sabemos lo que tenemos que hacer, y nadie defraudará al Perú, me dijo un muchacho de apenas diecisiete años, afanado en limpiar su fusil.
La línea de defensa de San Juan ya se había establecido. Muchos jóvenes y niños como yo fuimos reclutados y convencidos de servir a la patria. Debo admitir que tengo miedo, pero algunos compañeros aquí en el reducto tratan de mantenerme en mejor ánimo, haciéndome una broma o escondiendo mi quepis entre sus uniformes. Pese a la tensión por lo que podía pasar en San Juan, aquí en Miraflores todo estaba tranquilo.
Nuestro comandante, el señor Narciso de la Colina, se preocupaba por cada uno de nosotros. Sin saberlo, se había convertido en un padre para todos, compartiendo buenos momentos con el batallón y también regalándonos las frutas que le traían las amables mujeres de la guerra. Recuerdo que Narciso, como quería siempre que lo llamáramos, me invitaba por las noches a un rinconcito de nuestra posición para ofrecerme un pan de chocolate. Cada vez que me llamaba, casi calladito, yo ya sabía de qué se trataba. Al principio pensaba que era para darme un arma, el arma que yo deseaba para pelear, pero nunca fue así. Siempre me pasaba la voz y me decía:
¡Muchacho, ven y toma este delicioso pan! Jamás había probado un pan de chocolate. Tenía un sabor tan especial. Con razón el señor Narciso sonreía cada vez que lo comía. ¿Cuándo me dará un fusil?, recuerdo que le pregunté en una de mis tantas pláticas con él. Si te doy un fusil, ¿matarás a un chileno?, me preguntó. ¡Mataré a dos, señor!, le respondí poniéndome de pie, haciendo todo el ruido posible. ¿Y por qué te debería dar un fusil a ti, si se lo puedo dar a otro que pueda matar tres chilenos? Lo tomé con tristeza, porque lo que más quería era ayudar en la defensa.
No necesitas un fusil para resistir aquí, he visto lo rápido que corres, así que te daré estas municiones para que, llegado el momento, las distribuyas entre el batallón. Sé que vienes del colegio Guadalupe, como muchos otros aquí. Tienes mucho entusiasmo, muchacho, pero no eres un soldado, me dijo mientras me regalaba el último pedazo de ese pan de chocolate.
Narciso se levantó de la incómoda piedra donde estaba sentado, y cuando se alejaba de mí le grité: ¡Usted tampoco es un soldado, señor! El comandante detuvo su andar, volteó a verme y con una fugaz sonrisa me respondió: ¡Aquí nadie lo es!, y me dio la espalda sin decir más.
Estaba algo molesto con mi comandante. Mis compañeros del Batallón N.º 6 se reunían alrededor de las fogatas por las noches y contaban graciosas anécdotas, mientras que yo guardaba silencio, acostado en un rincón, mirando el cielo despejado. Todas las noches me quedaba observando las estrellas. No lo quise contar a nadie, pero una de esas noches lloré. Esa fue la última vez que pude vivir una pena tan grande. Lo que vino después fueron constantes pruebas de valor.
Muy temprano en la mañana del 13 de enero de 1881, fui despertado abruptamente por un bramido de cañón tan fuerte que pensé que el enemigo ya había llegado hasta aquí. Me asusté tanto que comencé a repartir las municiones entre mis compañeros sin recibir orden alguna. Cajas y cajas de municiones se me cayeron por los nervios. ¡Cálmate, muchacho!, y mira a lo lejos, me dijo uno del regimiento, la Batalla de San Juan acaba de empezar.
Era increíble cómo los cañonazos se podían escuchar a pesar de que la batalla se libraba a kilómetros de Miraflores. Por un momento me parecía escuchar hasta gritos de desesperación.
Algunos de mis compañeros daban vivas al Perú, otros por el miedo se guarecían dentro del reducto a esperar que ese ruido se callase y no siguiera cobrando vidas.
Nuestro comandante tuvo que pedir tranquilidad y esperar el resultado. Nadie podía presagiar el destino de esa contienda. Entre tanto alboroto, algunos de los nuestros arengaban. Escuché que no había nada que temer, pues los Bolognesi estaban en San Juan. Al pensar en eso recordé a un amigo que hacía poco había conocido, de mi misma edad, trece, pero decía que era el niño más rápido, algo que yo no estaba dispuesto a permitir, porque, probadamente, el más rápido era yo. Nos prometimos que acabada esta lucha nos volveríamos a ver para saber quién era más veloz que el viento.
Antes de subir al tren que lo llevaría a Chorrillos, este buen amigo no dudó en desearme suerte. ¡Nos vemos!, recuerdo que le dije, palabras que el destino me negó, porque esa fue la última vez que lo vi. Néstor Batanero era el niño que me había retado.
Con el pasar de las horas comenzamos a recibir noticias de San Juan. Se corría la voz de que estábamos ganando, y que el enemigo se retiraba a Lurín. Muchos nos abrazábamos. ¡Pronto se acabará la guerra!, decía un padre de familia. ¡Al fin regresaré a casa!, no dejaba de repetir.
¡Viva el Perú!, podía escucharse. La valentía de los nuestros estaba al límite hasta que llegó la densa humareda con olor a munición y pólvora que provenía de San Juan. Al paso de algunas horas pocos mantenían el espíritu. La llegada de los primeros heridos comenzaba a aterrarme. Sabíamos que vendrían, pero otra cosa era verlos mutilados y agonizantes. Muchos no resistían, y llegaban muertos a nuestros reductos.
Uno de los heridos dijo que la línea se rompió muy rápido, y que casi nada se pudo hacer para evitarlo. Otro nos acusaba de culpables por no socorrerlos. ¡Dónde estaban!, nos decía, y cada vez que llegaba un herido a nuestra línea culpándonos del desastre, solo atinábamos a mirar a nuestro comandante, Narciso de la Colina, notoriamente triste, pero firme en su puesto.
Los heridos que la tarde trajo confirmaron el desastre. La lucha se había concentrado en el Morro Solar. La densa humareda que cubría sus alturas nos lo confirmaba.
Los sobrevivientes de San Juan pedían a los comandantes de los tantos reductos miraflorinos que les permitieran combatir cuando el enemigo llegara. Terminé de entender que la guerra nos tocaría a nosotros. Ahora seríamos los civiles quienes tendríamos el peso de la guerra.
La noche del 13 de enero fue terrible. Desde nuestras posiciones podíamos ver incendios en Chorrillos. Sabía que en el balneario había civiles, y los llantos desgarradores, a lo lejos, no se hicieron esperar.
Nadie pudo dormir, era cuestión de horas para verle la cara al invasor. Muchos recordaban a sus esposas, hermanas y madres, otros se abrazaban en una postrera oración. Solo Barranco nos separaba de los chilenos; ya nadie podía salvarnos. La patria observaba. No podíamos defraudar.
Agotado, miraba las cajas de municiones del fusil Peabody Martini que pronto usaríamos. Espero que todas estas balas den a parar al enemigo, pensaba. De mí dependía que mis compañeros siguieran disparando. Me juré repartir todas estas cajitas; nadie del Batallón n.º 6 podía quedarse sin disparar.
A la mañana siguiente, fuertes arengas levantaron de inmediato al batallón. Un Bolognesi había llegado a los reductos, y rápidamente se corrió la voz de que, pese a sus heridas, combatiría. Era Enrique, quien se puso a disposición como un soldado más. Ver a ese muchacho levantar la bandera peruana fue un buen remedio para darle cara a la muerte.
Recuerdo que se nos mandó a derribar algunos árboles para restar resguardo al enemigo. Una pequeña calma se había establecido mientras que el humo consumía las últimas casas de Barranco y Chorrillos. Fue entonces cuando nuestro comandante nos reunió y dijo: En cualquier momento entraremos en batalla, y ustedes serán los que decidan la suerte de Lima. No somos soldados, somos civiles, pero que eso no merme valor para exponer la vida. Un militar lucha para vencer, ¡nosotros lucharemos para vivir! El Perú nos observa, que sienta que aquí ni una bandera se repliega. Jóvenes… ¡Viva el Perú!
Nuestra arenga fue tan fuerte que los demás reductos se nos unieron en el reclamo. Chile estaba en Barranco. Que supiera que aquí en Miraflores estábamos listos, ¡que aquí estaban los civiles!
Sentí cómo la sangre quemaba mis venas. Ver la bandera ondear me dio el impulso para gritar con todas mis fuerzas: ¡Viva el Perú, carajo!
Era 15 de enero cuando la frágil tranquilidad se rompió y por primera vez le vimos el rostro al enemigo. Se nos comunicó que el presidente Piérola estaba en no sé qué tratos con diplomáticos, cuando por la tarde, siendo las dos y media, llovió fuego.
Las primeras balas cayeron sobre nuestro improvisado reducto.
Parecía que resistiría bien; su impacto se perdía entre las entrañas de nuestro fortín. Comencé a correr para repartir mis cajitas.
¡Apúrate, muchacho!, me decían mis compañeros al recibir las municiones. Parecía que todo iba bien, y que nuestros reductos resistirían, hasta que llegaron las pavorosas explosiones. Eran estallidos que levantaban la tierra, haciendo volar grandes trozos de piedra y esquirlas, que segaban vidas y mutilaban extremidades.
Entonces supe que podía estar viviendo mis últimos momentos.
¡No se detengan!, nos animaba Narciso de la Colina, ¡vamos, pequeño!, continúa, me dijo con una sonrisa. Era el impulso que yo necesitaba. El aliento me duró toda el tiempo de esa batalla. Cáceres se hizo presente en nuestra posición. ¡Eso es, muchachos! ¡Ya casi termina, un poco más!, gritaba. Sabíamos que no podía ser verdad, pero verlo y escuchar su voz fue un rayo de esperanza.
Corría por todos lados repartiendo municiones. Cuando veía que alguien se escondía, sabía muy bien que no era por cobardía, sino porque le faltaban balas. Las explosiones eran tan fuertes que poco o nada podía escuchar las indicaciones que me daban, yo solo corría tan rápido como mis piernas lo permitían, y cuando a duras penas escuchaba mi nombre, corría más rápido aún, esquivando las balas, que mataban de todos lados.
En un momento, una fuerte explosión, seguida de una ráfaga, hizo caer a nuestro comandante, el buen Narciso, que tendido en el suelo intentaba ponerse de pie, pero la sangre derramada le restaba la poca fuerza que le quedaba. Me acerqué presuroso, lleno de angustia. Me tomó de la cabeza y me dijo: Yo ya cumplí, muchacho. ¡Te toca a ti, tú eres el Perú ahora! Mi comandante, el amigo constante del delicioso pan de chocolate, nos había dejado dándonos su última orden. Muchos compañeros, entre lágrimas y sollozos, siguieron disparando. En ese momento decidí tomar un fusil, lleno de polvo, que reposaba sobre el suelo, pero pesaba demasiado, no podía sostenerlo por mucho tiempo. No me importó. Rápidamente rompí una de mis tantas cajitas con balas, decidido a cargarlo. Cuando estuvo listo, un fuerte ruido me hizo caer el piso, de inmediato bañado con mi sangre. ¡Dios mío, voy a morir!, me dije. El impacto de la bala quemó mi cuerpo. Cuando intenté llevar mi mano a mi herida, otro ruido mucho más fuerte rompió mis tímpanos y destrozó mi cuerpo.
Nunca supe si ganamos la guerra, nunca me dijeron si Lima resistió, tan solo que Miraflores fue la última resistencia de la capital, el bastión definitivo de jóvenes y niños que, como yo, vinieron aquí para no defraudar al Perú. Aunque hoy esté muerto, resuenan todavía dentro de mí, en el Reducto N.º 3, las voces de mis compañeros: ¡Vamos, Manuel Bonilla, corre por el Perú!
Fuente: Instituto de Estudios Históricos del Pacífico.
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