El dramático asilo de Cáceres, por Héctor López Martínez
"Cáceres en ningún momento perdió la compostura. Macchi le dijo que tenía que asilarse y también su familia".
Héctor López Martínez Historiador
"Cáceres salvó la vida gracias al asilo".
El frustrado asilo del doctor Alan García en la residencia del embajador del Uruguay ha
motivado el interés de muchas personas sobre antecedentes de este
privilegio en nuestro país. Quiero recordar un episodio de nuestra
historia decimonónica muy poco conocido en detalle: el dramático asilo
en la Legación de Inglaterra del general Andrés A. Cáceres en las primeras horas del 19 de marzo de 1895.
Dos días antes, el domingo 17, Nicolás de Piérola al mando de sus bravos montoneros había ingresado a Lima por la portada de Cocharcas entablándose una sangrienta lucha contra el ejército cacerista. Era este el colofón de una contienda iniciada casi dos años antes cuando se formó la Coalición Nacional uniendo a dos antiguos adversarios, civilistas y demócratas. Allí se acordó que Piérola dirigiera las fuerzas coalicionistas con el título de delegado nacional. Debía desalojar al general Cáceres de Palacio de Gobierno, al cual había llegado con prepotentes maniobras.
Hasta las ocho de la noche del 17 se combatió rabiosamente calle por calle, torre por torre de las iglesias capitalinas. El lunes 18 se reanudó el combate con mayor intensidad. Después de cuarenta y ocho horas de lucha en las calles limeñas había mil quinientos muertos de ambos bandos y aproximadamente dos mil heridos. El fuerte calor descomponía los cadáveres, la pestilencia era insoportable y se temía el estallido de una epidemia.
Estando así las cosas el delegado apostólico, monseñor Juan Macchi, actuando en nombre del Cuerpo Diplomático, ofreció sus buenos oficios ante Cáceres y Piérola para lograr una tregua. En los informes de Macchi, hasta ahora inéditos, a la Secretaría de Estado del Vaticano, refiere cómo el ejército cacerista estaba perfectamente armado y cómo los montoneros eran una fuerza colecticia con escaso armamento. “Pero de la parte de los revolucionarios estaba el pueblo –señala Macchi– que desde las ventanas, desde los techos y por las calles, abría fuego y estaba listo para sustituir a quienes caían, tomando las armas”.
Se produjo la tregua por veinticuatro horas, la cual se fue alargando en busca de un acuerdo de paz y, finalmente, se formó un gobierno provisional. Cáceres estaba anonadado y le dijo a monseñor Macchi “que había estado engañado por los que le rodeaban”. Fue entonces que el prelado le contestó con estas restallantes palabras: “General, a usted hoy le odian hasta las piedras. No vale la pena que derrame más sangre. Aunque venza, ya usted no podrá gobernar”.
Cáceres en ningún momento perdió la compostura. Macchi le dijo que tenía que asilarse y también su familia. Luego de algunas consultas y coordinaciones se eligió la Legación inglesa. Fresco estaba todavía el recuerdo del suicidio del presidente de Chile, José Manuel Balmaceda, quien estando asilado en la Legación argentina en Santiago se disparó un balazo en la sien el 19 de setiembre de 1891, al saber que sus fuerzas habían sido derrotadas por las del Congreso en la decisiva batalla de La Placilla. Balmaceda estaba seguro de que si caía en manos de la turba victoriosa sufriría terribles vejámenes. Por eso prefirió morir.
Monseñor Macchi y el jefe de la Legación inglesa, Henry Mitchell Jones, se daban cuenta de que Cáceres no debía quedarse por muchos días en su asilo limeño pues su vida corría peligro. Así, pues, el héroe de la Breña, acompañado por el diplomático y el adjunto naval inglés, además de su mayordomo, marchó al Callao, en la madrugada del 23 de marzo, en una veloz berlina conducida por dos briosos caballos. Ya en el puerto, Cáceres y su acompañante abordaron un buque de guerra francés que le dio asilo, previamente acordado, y el 27 de ese trágico marzo se embarcó en el vapor de pasajeros Serapis con destino a Montevideo, Uruguay, donde llegó el 27 de abril alojándose en el Hotel de las Pirámides para luego de una semana marchar a Buenos Aires, donde se reunió con su esposa e hijas que también, bajo protección diplomática, salieron de Lima rumbo a Valparaíso para proseguir a la capital argentina. Cáceres salvó la vida gracias al asilo.
Dos días antes, el domingo 17, Nicolás de Piérola al mando de sus bravos montoneros había ingresado a Lima por la portada de Cocharcas entablándose una sangrienta lucha contra el ejército cacerista. Era este el colofón de una contienda iniciada casi dos años antes cuando se formó la Coalición Nacional uniendo a dos antiguos adversarios, civilistas y demócratas. Allí se acordó que Piérola dirigiera las fuerzas coalicionistas con el título de delegado nacional. Debía desalojar al general Cáceres de Palacio de Gobierno, al cual había llegado con prepotentes maniobras.
Hasta las ocho de la noche del 17 se combatió rabiosamente calle por calle, torre por torre de las iglesias capitalinas. El lunes 18 se reanudó el combate con mayor intensidad. Después de cuarenta y ocho horas de lucha en las calles limeñas había mil quinientos muertos de ambos bandos y aproximadamente dos mil heridos. El fuerte calor descomponía los cadáveres, la pestilencia era insoportable y se temía el estallido de una epidemia.
Estando así las cosas el delegado apostólico, monseñor Juan Macchi, actuando en nombre del Cuerpo Diplomático, ofreció sus buenos oficios ante Cáceres y Piérola para lograr una tregua. En los informes de Macchi, hasta ahora inéditos, a la Secretaría de Estado del Vaticano, refiere cómo el ejército cacerista estaba perfectamente armado y cómo los montoneros eran una fuerza colecticia con escaso armamento. “Pero de la parte de los revolucionarios estaba el pueblo –señala Macchi– que desde las ventanas, desde los techos y por las calles, abría fuego y estaba listo para sustituir a quienes caían, tomando las armas”.
Se produjo la tregua por veinticuatro horas, la cual se fue alargando en busca de un acuerdo de paz y, finalmente, se formó un gobierno provisional. Cáceres estaba anonadado y le dijo a monseñor Macchi “que había estado engañado por los que le rodeaban”. Fue entonces que el prelado le contestó con estas restallantes palabras: “General, a usted hoy le odian hasta las piedras. No vale la pena que derrame más sangre. Aunque venza, ya usted no podrá gobernar”.
Cáceres en ningún momento perdió la compostura. Macchi le dijo que tenía que asilarse y también su familia. Luego de algunas consultas y coordinaciones se eligió la Legación inglesa. Fresco estaba todavía el recuerdo del suicidio del presidente de Chile, José Manuel Balmaceda, quien estando asilado en la Legación argentina en Santiago se disparó un balazo en la sien el 19 de setiembre de 1891, al saber que sus fuerzas habían sido derrotadas por las del Congreso en la decisiva batalla de La Placilla. Balmaceda estaba seguro de que si caía en manos de la turba victoriosa sufriría terribles vejámenes. Por eso prefirió morir.
Monseñor Macchi y el jefe de la Legación inglesa, Henry Mitchell Jones, se daban cuenta de que Cáceres no debía quedarse por muchos días en su asilo limeño pues su vida corría peligro. Así, pues, el héroe de la Breña, acompañado por el diplomático y el adjunto naval inglés, además de su mayordomo, marchó al Callao, en la madrugada del 23 de marzo, en una veloz berlina conducida por dos briosos caballos. Ya en el puerto, Cáceres y su acompañante abordaron un buque de guerra francés que le dio asilo, previamente acordado, y el 27 de ese trágico marzo se embarcó en el vapor de pasajeros Serapis con destino a Montevideo, Uruguay, donde llegó el 27 de abril alojándose en el Hotel de las Pirámides para luego de una semana marchar a Buenos Aires, donde se reunió con su esposa e hijas que también, bajo protección diplomática, salieron de Lima rumbo a Valparaíso para proseguir a la capital argentina. Cáceres salvó la vida gracias al asilo.